Diego no está, pero está más que nunca. Este jueves 30 de octubre, Maradona cumpliría 65 años, y el país entero lo recuerda con homenajes, congresos, bautismos simbólicos y relatos que se multiplican como estampitas. Desde la Iglesia Maradoniana, que bautizó a sus hermanas, hasta el Congreso Internacional en la UBA que estudia su legado, el Diez sigue siendo una figura central de la argentinidad.
Pero ¿por qué Diego es más que un futbolista? ¿Por qué su poder simbólico creció después de su muerte? Porque Maradona encarna lo que somos: talento descomunal, contradicción, pasión, desborde, ternura y furia. Fue un Dios imperfecto, y ahí radica su magia. No fue un modelo, fue un espejo. Y en ese reflejo, nos vimos todos.
Su vida fue una novela sin correcciones. Desde Villa Fiorito al Azteca, desde el Napoli al Mundial 94, desde la gambeta a los ingleses hasta el “me cortaron las piernas”. Diego fue el héroe que no pidió permiso, el que se peleó con el poder, el que lloró, el que se equivocó, el que pidió perdón y volvió a equivocarse. Y eso, lejos de alejarlo, lo hizo más nuestro.
En tiempos donde se exige perfección, Diego nos recuerda que la gloria también puede tener barro, que el talento no necesita pulirse para brillar, que el amor popular no se negocia. Su muerte, en noviembre de 2020, no cerró su historia: la abrió como mito. Hoy hay murales, canciones, tatuajes, camisetas, altares y hasta estudios académicos que lo analizan como fenómeno cultural.
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Maradona es el único argentino que puede ser ídolo en Rosario, en La Boca, en Nápoles y en Cuba. Fue hincha de Boca, pero también es una forma de pertenencia emocional que trasciende camisetas.
A 65 años de su nacimiento, Diego sigue siendo el símbolo más potente de lo que somos: imperfectos, apasionados, contradictorios, gloriosos. No lo amamos a pesar de sus errores. Lo amamos con sus errores. Porque en ese combo explosivo, nos encontramos como pueblo.